miércoles, 26 de marzo de 2014

Escena del taller de literatura:

En realidad, el texto es de Diciembre... De cuando prometí colgarlo, pero hasta hoy no ha sido posible.
Espero que os guste; para esta ocasión los requisitos eran que apareciera un personaje supersticioso y las palabras escritor, candado y trece.

Disfrutad de la lectura!!

Viernes 13 de Diciembre del 2013, reconozco que no es el mejor día para navegar desde Mallorca hasta Barcelona, pero no me ha quedado más remedio.
Todo empezó cuando, hace dos días, mi amiga Miriam me llamó para decirme que Constanza tenía una exposición en Barcelona. Llevamos más tiempo del que me gustaría admitir sin poder coincidir.
Las tres crecimos juntas corriendo por las calles de Sóller, en nuestro Mallorca natal. Durante la infancia corríamos y saltábamos por la misma calle. En la adolescencia, esa misma calle fue testigo de nuestras idas y venidas; cómplice de los secretos que nos contábamos antes de regresar a casa. Hasta que cumplimos los dieciocho.
Hicimos las maletas y nos separamos de nuestras familias, rumbo a Madrid; a estudiar. Al menos lo haríamos juntas pues alquilamos un mismo piso con tres habitaciones.
Recuerdo los días de universidad con gran nostalgia. Debíamos estudiar y aprobar nuestros exámenes; encontrar la información que nos permitiera alcanzar la perfección de nuestros proyectos y, como buenas estudiantes, lo dejábamos todo para última hora. Eso sí, nunca olvidaré las risas que siempre llenaban, la que acabamos denominando, “La casa de las alegrías”.
Constanza comenzó a estudiar fotografía y a Miriam y a mí nos encantaba ser sus modelos. Miriam por su parte estudió química, todos los días llegaba hablando maravillas de la belleza que había en el caos. De las estructuras en las que se organizaban los pequeños átomos para dar lugar a verdaderas obras de arte.
Un día llegó con una fotografía TEM de unos cristales de Óxido de Zinc y la pegamos en la nevera como si fuera su ecografía, su pequeño bebé.
Si Sóller había sido escenario de nuestra infancia y nuestra adolescencia, Madrid se había convertido en testigo de nuestras universitarias vidas aunque, poco a poco, nuestros caminos empezaron a separarse.

Miro el reloj, he de darme prisa. Sus imparables manecillas me avisan de que me quedan exactamente trece minutos para zarpar. Me obligo a recordarme que ser supersticiosa trae mala suerte y palpo la maleta a mi lado. Todo está en orden.
A través de la ventanilla del taxi veo el oscuro día que amenaza con lluvia, tendré una interesante y ajetreada travesía, aunque espero que el barco me lleve a mi destino. He de llegar, sea como sea. Miriam y Constanza me estarán esperando.

No será la primera vez que dos de nosotras esperemos a la tercera. Miriam fue la primera en abandonar “La casa de las alegrías”. La pasión que ponía a cada uno de sus proyectos, la llevó de conferencias, una detrás de otra, por medio mundo. Sin embargo, al volver a Madrid, siempre encontraba algo que no podía llevarse en la maleta; dos amigas con un cartel de bienvenida. Hace ya un año que terminó sus estudios y se mudó a otra ciudad a la que no pudimos acompañarla. Fueron días difíciles, duros, para todas nosotras.
Las fotos de Constanza nunca volvieron a ser iguales, aunque en muchos aspectos mejoraran. Un día me dijo que se iba, que necesitaba conocer más mundo, capturar los momentos intensos de otras vidas, de otras costumbres, de otros lugares. Y así, en menos de tres meses me quedé sola en Madrid.

Al fin estoy en el barco, sentada, con la maleta a mi izquierda, acariciando inconscientemente las cremalleras. Miro de soslayo el candado que las mantiene cerradas. 007. No es una combinación difícil, pero es el número de la buena suerte.
Pese a todo, la melancolía no es uno de los sentimientos que guardo en mi maleta. Viajo desde Sóller por pura coincidencia. Estaba de visita, tras un año de soledad, cuando recibí la llamada de Miriam. Dudé durante varios minutos y terminé colgando sin haber decidido nada. Exactamente trece minutos después, Constanza llamó para seguir insistiendo. No eran las fechas del viaje, ni el simbolismo de los números. En Barcelona había algo que yo tenía que hacer; no sólo ver a mis amigas.

Me aferro a la maleta con fuerza. En ella viajan conmigo una nerviosa incertidumbre, la llameante pasión y la vibrante ilusión. Conmigo viajan, rumbo a la editorial, los trescientos trece folios de aventuras; mi primera novela.
Sonrío olvidando el horrible clima y el día que es mientras veo a mis amigas saludándome emocionadas desde el puerto de Barcelona. Las palabras de Polly Alder resuenan como el eco en mi cabeza: “No era el título universitario el que hacía al escritor, sino el tener una historia que contar”.
Y yo tenía muchas.

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