sábado, 14 de septiembre de 2013

El gorrión

 Había una vez un joven y pequeño gorrión. Desde que saliera del huevo, se había comportado como un gorrión, había crecido como un gorrión y había ido a la escuela con los demás gorriones, tratando a sus vecinos como lo hubiera hecho un buen gorrión.
Con el tiempo, se convirtió en un buen gorrión, consiguiendo formar parte de la comunidad de gorriones. Siempre había sido un buen pajarito, uno alegre y cantarín, aunque nunca el mejor pájaro cantor. De hecho, lo hacía bastante mal. Era un gorrión que no sabía cantar, pero lo hacía sin importarle quien estuviera escuchando.  Hasta que encontró un lugar en el jardín que donde había respirado por primera vez. Encontró una rutina; despertarse con la primera luz, descender hasta el suelo en busca de alimento, buscar ramitas y acurrucarse con el ocaso.
Así trascurría un día tras otro día, tras otro día hasta que el gorrión vio otras aves cantoras detrás de unos finos y blancos barrotes.


«¿Por qué cantan esas aves atrapadas en su prisión?»

Sin embargo, aquella pregunta le llevó a otra: ¿Cuánto tiempo llevaba el pequeño gorrión sin cantar? Y esa segunda pregunta le llevó a una tercera: ¿Por qué no cantaba? Y aquella a una cuarta, pero no menos importante.

«¿Era cierto que solo existían las prisiones con barrotes?»


Aquel día el gorrión no quiso preguntarse nada más. Soltó la rama que aun sostenía en su pico, desplegó sus alas y echó a volar. Voló durante horas, durante más tiempo del que jamás había intentado volar. Sin rumbo, sin destino, sin la certeza de lo que encontraría en su camino. Sólo cuando se detuvo, dejando atrás la tristeza que le producía haber dejado atrás el que había sido su hogar, comprendió que eso era lo que había querido siempre. Sólo entonces se sintió libre, solo entonces volvió a cantar.

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