Había una vez un joven y pequeño
gorrión. Desde que saliera del huevo, se había comportado como un gorrión,
había crecido como un gorrión y había ido a la escuela con los demás gorriones,
tratando a sus vecinos como lo hubiera hecho un buen gorrión.
Con el tiempo, se convirtió en un
buen gorrión, consiguiendo formar parte de la comunidad de gorriones. Siempre
había sido un buen pajarito, uno alegre y cantarín, aunque nunca el mejor
pájaro cantor. De hecho, lo hacía bastante mal. Era un gorrión que no sabía
cantar, pero lo hacía sin importarle quien estuviera escuchando. Hasta que encontró un lugar en el jardín que
donde había respirado por primera vez. Encontró una rutina; despertarse con la
primera luz, descender hasta el suelo en busca de alimento, buscar ramitas y
acurrucarse con el ocaso.
Así trascurría un día tras otro día, tras otro día hasta que el gorrión vio
otras aves cantoras detrás de unos finos y blancos barrotes.
«¿Por qué cantan esas aves atrapadas en su prisión?»
Sin embargo, aquella pregunta le
llevó a otra: ¿Cuánto tiempo llevaba el pequeño gorrión sin cantar? Y esa
segunda pregunta le llevó a una tercera: ¿Por qué no cantaba? Y aquella a una
cuarta, pero no menos importante.
«¿Era cierto que solo existían las prisiones con barrotes?»
Aquel día el gorrión no quiso
preguntarse nada más. Soltó la rama que aun sostenía en su pico, desplegó sus
alas y echó a volar. Voló durante horas, durante más tiempo del que jamás había
intentado volar. Sin rumbo, sin destino, sin la certeza de lo que encontraría
en su camino. Sólo cuando se detuvo, dejando atrás la tristeza que le producía
haber dejado atrás el que había sido su hogar, comprendió que eso era lo que
había querido siempre. Sólo entonces se sintió libre, solo entonces volvió a
cantar.
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